«Hago lo que tiene que hacer toda madre o todo padre: acompañar a su hija para que sea lo más feliz posible», dice N., la mamá de una nena trans de 10 años que, cuando tenía cinco, le dijo abiertamente quién era. Tuvo que cambiar de escuela porque sufrió discriminación, y hoy abre caminos en su nueva escuela, donde tiene muchas amigas y amigos.
“Mamá, ¿por qué Jesús me hizo nene si yo soy nena?”. La pregunta sorprendió a N. cuando su hije tenía 5 años. Asistía a una escuela católica y habían dado una clase sobre el cuerpo humano. N. se quedó callada, se retiró un momento y se sintió una “mala madre” por “haberlo dejado con la palabra en la boca”. Volvió a la habitación y le preguntó: ¿Qué querés decir, que te gustan los nenes? “No mamá, que yo soy nena, pero Jesús me hizo nene”, le repitió quien ahora, a sus 10 años, se llama S.
“Mamá te ama, seas nene, nena, te gusten los nenes o las nenas”, fue la respuesta de N., mientras su cabeza aumentaba las revoluciones. “Te amo, mamá”, respondió S. y siguió jugando.
Los nombres se reservan porque S. y su mamá están en litigio judicial con el padre de esta niña trans para lograr el cambio registral en la partida de nacimiento, primer paso para obtener un DNI que le permita inscribirse con la identidad que forjó ella misma, a lo largo de estos cinco años. El padre no acepta la identidad de su hija.
Después de aquella primera revelación, N. habló con la psicóloga que había empezado a atender a la niña un tiempo antes por algunos episodios de furia inexplicable. La profesional la derivó a otra, especializada en género, que le recomendó esperar. “Tiene cinco años, está construyendo su identidad, lo bueno es que tiene confianza total con vos para decírtelo”, le respondió.
La segunda persona a la que S. eligió contarle fue su abuelo paterno. Él no le puso reparos, o mejor dicho, sí, le pidió que no se pintara las uñas. “No me gusta tampoco que lo haga tu mamá”, le dijo el hombre.
Cuando la nena habló con su papá, la respuesta fue otra. “Naciste varón, sos varón y vamos a jugar a la pelota”. A S. le gusta el fútbol, pero prefiere jugarlo con nenas.
Hasta segundo grado, S. asistió al colegio católico, donde sufrió episodios de violencia, que su mamá supo mucho tiempo después. Entraba y salía llorando de la escuela. N. fue al Ministerio de Educación, que intervino, aunque los tiempos institucionales no eran los del sufrimiento de S, que todavía tenía su nombre de nacimiento, pero ya decía que era una nena.
N. llamó por teléfono a distintas escuelas, hasta que encontró una pública en el macrocentro de Rosario que fue “lo mejor” que les pudo pasar. S. se fue dejando el pelo largo, su identidad trans se afianzó, empezó a tener amigas y amigos, que durante los recreos jugaban a buscarle nombres. N. tenía miedo, pero su hija iba construyendo la identidad sin muchos anuncios.
La mamá se enteró del nuevo nombre de su hija porque un día, la nena dejó de responder al anterior. La escuchó jugar con amigos y le preguntó si a partir de ese momento, quería que la llamara S. “Sí mamá, decime así, ahora quiero seguir jugando”, le dijo. Y siguió jugando.
En el medio, a N. las mamás de las y los compañeros de su hija la ayudaron: una le recomendó que “la apoye” y le habló de Andy Panziera, la psicóloga especialista en infancias trans a la que N. ya había recurrido. También le acercó leyes que amparan a S. y le prometió que se iba a ocupar de hablar con los otros padres.
N. tiene 39 años, está desocupada y hace changas. Se separó cuando S. era muy chiquita, y hoy pelea en la Justicia por la identidad de su hija.
“Yo siempre fui feminista. Pero una cosa es cuando te toca de afuera y lo ves bien de lejos, y otra cosa es cuando te toca, con un hijo, una hija o un hije si es no binario. Ahí es distinto, lo único que yo pensaba es lo que va a tener que pasar en esta sociedad de mierda. Eso fue lo que me angustió y me preocupó”, dice N., sin romanticismo. “Esa fue mi única preocupación, mi único dolor. y después vas viendo los cambios, obviamente, porque uno va perdiendo un hijo y va ganando una hija. Es como un duelo, entre comillas. Cada padre y cada madre lo vive de diferente manera, están los que lo niegan y no lo ven, siguen viviendo en esa ficción, están los que no lo niegan, pero rechazan y estamos los que hacemos lo que podemos, con mucho amor, pero vamos aprendiendo sobre la marcha”.
A principios de 2020, una maestra reemplazante trató a S. con el nombre que todavía figura en su documento. La nena le explicó que ella se llamaba de otra manera, y se puso a llorar. Desde la escuela llamaron a N.. Tampoco sabían qué hacer, pero tenían buena predisposición. Luego vino la pandemia, el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio, la virtualidad escolar. Hoy, la escuela cambió el nombre de los registros y respeta la identidad de S.
Dispositivos abiertos a la escucha, eso es lo que se propone. “Lo primero que tenemos que pensar es que la identidad de género trans es una más, como lo es la cisgénero (las personas que se autoperciben con el género asignado al nacer). ¿Por qué no dudamos cuando una persona es cisgnéro? Todas las personas construyen una identidad de género, nos va llevando un tiempo construirla y las niñeces trans también construyen su identidad de género como las construimos las personas cisgénero, no habría por qué tener una duda”, plantea el activista. El acompañamiento consiste en escuchar, alojar esa construcción. Si la persona finalmente no se identifica como trans, “estaremos criando adultos, adultas, mucho más abiertos, flexibles y preparados para el mundo diverso en el que vivimos”. Si la identidad trans se consolida, “estaremos ahorrándole una enorme cantidad de sufrimiento inútil”.

Fuete: Aire de Santa fe, El Diverso